Monday, November 21, 2005

La niña (uno).

Hay una niña viviendo en el ropero de mi hermana.
Eso dice la gente. Ella no la ha visto aún y yo no pronuncio una palabra sobre el asunto. En primer lugar porque hago siempre lo posible por no hablar sobre las mujeres, que me eluden, y en segundo porque con esta niña yo tengo asuntos.
Esta niña no me elude.

Los vecinos repiten en la mesa, frente a sus invitados, un rumor según el cual los antiguos habitantes del departamento veían a la niña dentro del cuarto principal, andando sin inteligencia y estrellándose contra las paredes antes de encerrarse en el ropero. Supongo que es un asunto de sentido común, que por lo visto los vivos comparten con los muertos, que de vivir los segundos en algún lugar, ese lugar es el ropero; el estándar de comodidad para los espectros es algo que no deja de ser absurdo nada más por que es obvio.

El resultado es que mi hermana se acuesta petrificada por el miedo.
Duerme petrificada y despierta igual. Y después abre el ropero con el cuerpo contraído de miedo. Hasta ahora ella no ha visto los pies regordetes de la niña ni sus ojos sin color. Ni tampoco su cuerpo como de flaca de Rubens. No la ha escuchado cuando hace crujir la duela, ni conoce el sonido de sus dientes que tiritan cuando en la noche, cubriendo su locura con un grueso edredón, mi hermana abre la ventana para dejar entrar un aire helado que pega en los huesos. No conoce los suspiros de la niña, que se abren camino por su garganta rota cuando piensa en mí. Quizá no piensa en mí, pero yo la he oído suspirar.
Mi hermana no ha respirado, cuando abre su ropero por las mañanas, el olor a encierro de sus largos rizos.
De sus axilas infantiles.
De su aliento intemporal.