Monday, November 21, 2005

La niña (uno).

Hay una niña viviendo en el ropero de mi hermana.
Eso dice la gente. Ella no la ha visto aún y yo no pronuncio una palabra sobre el asunto. En primer lugar porque hago siempre lo posible por no hablar sobre las mujeres, que me eluden, y en segundo porque con esta niña yo tengo asuntos.
Esta niña no me elude.

Los vecinos repiten en la mesa, frente a sus invitados, un rumor según el cual los antiguos habitantes del departamento veían a la niña dentro del cuarto principal, andando sin inteligencia y estrellándose contra las paredes antes de encerrarse en el ropero. Supongo que es un asunto de sentido común, que por lo visto los vivos comparten con los muertos, que de vivir los segundos en algún lugar, ese lugar es el ropero; el estándar de comodidad para los espectros es algo que no deja de ser absurdo nada más por que es obvio.

El resultado es que mi hermana se acuesta petrificada por el miedo.
Duerme petrificada y despierta igual. Y después abre el ropero con el cuerpo contraído de miedo. Hasta ahora ella no ha visto los pies regordetes de la niña ni sus ojos sin color. Ni tampoco su cuerpo como de flaca de Rubens. No la ha escuchado cuando hace crujir la duela, ni conoce el sonido de sus dientes que tiritan cuando en la noche, cubriendo su locura con un grueso edredón, mi hermana abre la ventana para dejar entrar un aire helado que pega en los huesos. No conoce los suspiros de la niña, que se abren camino por su garganta rota cuando piensa en mí. Quizá no piensa en mí, pero yo la he oído suspirar.
Mi hermana no ha respirado, cuando abre su ropero por las mañanas, el olor a encierro de sus largos rizos.
De sus axilas infantiles.
De su aliento intemporal.


El regreso del Búho.

Boca arriba y con los ojos abiertos. 
Una noche sin sueño por cada año que ha pasado desde su muerte.

Pobre Alejandro, veintiún años de vida no bastaron para hacer un hombre de él. Veintiún años tenía cuando su papito se murió.


Su papito.

Y fue así nada más, de repente; Alejandro recuerda el día aquél con una mezcla de morbosidad y genuina lamentación. Bueno, jura que lo recuerda, pero cinco años son mucho tiempo y bastan para olvidarse de todo. El amor se olvida mucho antes (Alejandro dice al oído del que escribe que el amor no existe, pero que aún así se puede olvidar). El mundo entero se olvida en cinco años y de su papito no existen ya los ojos, la voz, las manos (dolorosamente las manos, que Alejandro heredó). Nada queda ahora excepto la caliente anestesia de un golpe en medio de la cara. La muerte de los papitos es siempre un golpe en medio de la cara.

A Alejandro le dolió porque todavía no era un hombre (tampoco lo es hoy, dice). De ese día recuerda dos cosas... la mujer que lee, y para quien se escribe, piensa con toda seguridad que lo sensato en un cuento es contarlas, pero hacerlo va a doler (le duele a él). El que escribe se resiste por cuestiones de estilo, pero Alejandro exige que sea ahora, mientras la narración siga en tercera persona.

Dos cosas, pues. En primer lugar conserva la imagen de su papito, de pie por última vez y pasándose un peine sobre la calva. Llevaba sobre la pijama un (horrible) suéter verde (que Alejandro insiste en usar aunque la polilla lo dejó agujereado por todo el frente). Dos médicos lo esperaban en la puerta de su cuarto y cuando salía me dijo…

…le dijo…


… que lo vería más tarde, le dijo. Y sí, Alejandro lo vería más tarde, amarillo primero y morado después. Descalzo. Con la camisa abierta y un tubo delgadito entrándole por el lado izquierdo del pecho a través de un agujero rosado y rojo.

Eso es lo que recuerda de su papito.


El primer infarto fue de madrugada y en silencio el viejo negociaba la vida con su corazón. Alejandro puede llamar viejo a su papito, que murió de cincuenta y tres años, porque él, a sus veinticinco, se siente ya con lo mejor de la vida a sus espaldas. El segundo, que lo fulminó, sucedió cerca de las diez. Cuando regresó del hospital, Alejandro le dijo al oído a su abuela que su tercer hijo estaba muerto. El tercero en nacer y el segundo en morir (pobre de su abuela). Le dijo también algo como “yo estoy vivo, abuela, y soy el árbol que mi papá plantó”. Era mentira. Alejandro no era (ni es) ningún árbol. Su papito lo sabe; a los muertos ningún vivo los engaña.

“Idéntico a su padre”, decían admirados de Alejandro sus familiares cuando el tema dejaba de ser tabú. Aburridos, los familiares. “Como la novela ésa de los años falsos”, respondía él, forzando una sonrisa divertida y esperando una respuesta en el mismo tono. No la obtenía.

Y bien, a estas alturas la mujer que lee debe haber entrado en confianza y Alejandro querría que supiera por qué no ha dormido en cinco noches. La larga vela se debe a un sueño recurrente en el que Alejandro ve a su papito. No es nuevo, el sueño. Durante los primeros meses de ausencia las noches le daban forma a un dolor que se resistía a mostrar la cara (Alejandro aclara que no todo lo que soñaba era malo, pero que sólo lo malo importa). Era rara la noche en que no veía a su papito. Alejandro escribió lo que soñaba y quisiera que la mujer lo leyera.


Soy yo, de eso no cabe duda porque estoy hablando. Estoy sentado en el asiento trasero de un auto que no avanza. No hay nadie detrás del volante, pero de forma inexplicable tengo la idea de que en cualquier momento comenzaré a moverme. Y no, permanezco estacionado para siempre afuera de mi casa. Es mi casa, creo. Hay a mi derecha un búho que entierra sus garras en el respaldo. No abre las alas porque no tiene espacio y yo pienso que aún teniéndolo no podría, porque las tiene rotas. 
Ese búho es mi padre.

Llevo en las manos dos hojas de música y descubro que puedo leerlas. Según avanzo, mi padre me sigue con su canto. Todos los búhos tienen un dulce canto en el sueño. Conozco la melodía, pero ahora que me esfuerzo por recordarla no la escucho. Me adelanto con la mirada a la segunda hoja y encuentro que las notas se terminan abruptamente. Sé que cuando la música pare, mi padre habrá muerto. No hay sorpresas. El búho termina su canto y cae sobre el asiento. Después de eso no sucede nada. Espero ver alguna reacción. Nada. Absolutamente nada.

Pienso que para tratarse de un sueño, es bastante parecido a la vida.


Algo bueno trajo el sueño; reemplazó aquella pesadilla de la infancia donde dos muros de piedra se estrellaban uno contra otro en su intento por romper un chicle que se estiraba hasta el infinito. Era un horror. Alejandro y el que escribe juran que es verdad.Pero incluso ese sueño hubiera sido preferible al regreso del búho. Es un acto ruin, atormentarlo de noche y después de tanto tiempo.

Y eso fue hace cinco noches. Alejandro despertó sintiendo sobre su rostro un aire helado que le recorría las mejillas como los dedos de un muerto. Todavía atontado por el sopor, abría los ojos esperando ver la figura de su papito recortada contra el umbral de la puerta, como en un cuento de De la Mare.

Pero no es un cuento de De la Mare y no hubo sombra alguna. No esa noche.
Y así, Alejandro hizo lo que es normal cuando se está, de noche, boca arriba y con los ojos abiertos: pensar en mujeres.

Muchas.

Y desnudas (siempre que sea posible).


Inútilmente, porque desde hace cuatro noches las mujeres le aburren a Alejandro (casi todas, aclara), así que lanzando una mirada precautoria hacia la puerta, prendió la luz y abrió un libro.
Leyó esa noche un cuento sobre súcubos de Fitz-James O´Brien donde una criatura invisible atacaba a un hombre en su cama. Alejandro no temía que ese fuera su caso porque, como lo recuerda todo el tiempo, él no es un hombre. Pensó que era la mejor lectura en el mejor momento y decidió que podía cerrar los ojos y volver a dormir. No, nada de sueño. Ni súcubo ni sueño. Y al otro día vería que, además, nada de descanso.

La segunda noche estuvo igualmente marcada por la ausencia, que se transformó rápidamente en obsesión. Sentado sobre la cama, desvestido ya, convencido de que la visita del búho no era en modo alguno accidental, apagaba la lámpara y miraba fijamente en dirección a la puerta esperando ver el brillo de unos ojos… 

               ... un movimiento entre las sombras…

Nada.

Nada que ver, quiero decir, pero sí mucho de qué estremecerme, porque según el pensamiento de mi padre se incubaba en mi cerebro, se volvía más claro para mí que había alguien en el cuarto conmigo. La idea de que pudiésemos estar juntos nuevamente después de todos estos años resultó al mismo tiempo horrible y obsesiva.
Pasé la mitad de la noche trazando en la imaginación el camino que habría tenido que andar Alejandro el viejo para visitarme desde aquel lugar en el que estaba. Pensé en Dante mientras era conducido por Virgilio a través de los círculos del infierno... aunque debo aclarar que jamás he albergado la menor sospecha de que mi padre pudiese estar ahí  –fue siempre para mí el más bueno de los hombres-, pero que por la pura crueldad el infierno me parece siempre el sitio más verosímil.

No, decidí, mi padre no viene de ahí. Viene de un lugar gris, medio dormido.
Viene de mi corazón.



Esa noche tampoco tuve descanso. Amanecí escuchando Mahler; kindertotenlieder, la muerte de los infantes. Decidí que era la mejor música en el mejor momento, pues en la mañana de su muerte, el viejo y yo éramos ambos unos niños.
Me levanté de la cama y arreglé las sábanas. Una noche más para sumar a los años de ausencia, pensé.
Y en adelante, el día.

¿Qué hace durante el día quien no tiene otro empleo que atormentarse por el espectro de su padre?

Camino.
Bebo café.
Pienso en la mujer que abandoné.
Si siento ganas, dibujo.

Ah, y escribo sobre mi padre convertido en un ave.


Empecé a escribir ese mismo día pero apenas pude con las primeras líneas; sucede que en el día tengo mayores preocupaciones que mi padre. Pienso que no tengo dinero y que no quiero trabajar, que me disgusta el mundo y me aburre toda actualidad (el que escribe apunta que ésa es también la mayor preocupación de su papito).
Decidí pegar una fotografía del viejo en la pared, frente a mi escritorio, esperando que su mirada perdida en el fondo de la cámara me produjera alguna especie de horror.
Si no se escribe sobre el horror, el ejercicio de la escritura no tiene ningún sentido.

Regresé a la cama convencido de que el mundo me aterra más que los fantasmas.

Algo debe suceder para que este cuento sea interesante, pienso. Soy una especie de Bartleby y ¡oh humanidad!
Tercera noche, entonces.

(Suspiro).


Bien, será necesario prestar atención a los formalistas y hacer un constructo verosímil. Después de todo, éste es un cuento de horror y lo que queremos es realismo, ¿no? La tercera noche sucedieron todas las cosas posibles en el mundo. Escuché la risa de un grupo de amigos que se despedía del otro lado de la ventana, un gato trepó por encima del zaguán y maulló hasta pasada la media noche, mi abuela se levantó varias veces de la cama y se encerró en el baño. Yo canturreaba algo sin sentir el mínimo interés. Me cepillé el cabello, cien veces del lado derecho y cien del izquierdo. Escribí una carta para la mujer a la que le rompí el corazón (el que escribe apunta que la mujer que lee también estuvo en el pensamiento de Alejandro).

Al final, amanecí frente al manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges. No encontré nada sobre los búhos, pero por acción del destino o por coincidencia (el que escribe apunta que ambas son la misma cosa) la luz difusa de la mañana (en mi tierra la luz es siempre difusa) se metió por la ventanas hacia la página 61: “El Devorador de las Sombras”. Leo que pertenece a un género literario que no por darse “en diversas épocas y naciones” es menos curioso: la guía del muerto en el mundo de los muertos. 

Cuando el muerto ha cumplido con ciertas formalidades de su muerte en las regiones ultraterrenas -asuntos de registro, mayoremente- entonces debe enfrentar el juicio de su vida. Frente al tribunal de las potestades del inframundo debe jurar no haber provocado hambre, llanto o, el lector adivinó. muerte. Si miente es entregado al Devorador, que lo parte y lo mastica con su hocico babeante de cocodrilo, lo digiere con su estómago de león y lo defeca a través de su recto de hipopótamo.

Por su pura muerte, Alejandro el viejo difícilmente podría jurar no haber sido causa de llanto.
Afortunadamente eso sucedía sólo con los egipcios, que creían en locuras de ese tamaño. Imagino que la sala de juzgados ultraterrena debe estar abandonada y sus paredes llenas de polvo y telarañas milenarias.

No, mi padre era de esos católicos… nominales.
Quiero decir, se decía católico, pero participaba poco de los rituales. Era un hombre bueno.

Decidí que esa era la mejor lectura en el mejor momento y me levanté de la cama convencido de que mi padre está ahora en una tierra donde sólo la luz fría de la luna se permite, pues el búho es un ave nocturna y sus visitas llenan mis noches de un frío insomnio.

Y bue… el día, otra vez. Los ojos me dolían ya por la falta de sueño, pero busqué nuevas definiciones del ave.
Encontré la figura del búho en Charbonneau-Lassay y supuse que le daría sentido a la nueva personalidad de Alejandro el viejo. El búho es, dice, la Sabiduría de Cristo que viene desde la noche más oscura para transformar las tinieblas en día.
Idea descartada, pensé; mi padre, ya lo dije, era católico, pero yo dudo que su vuelta tenga algo que ver con ésto. Que viene desde la negrura para visitarme es algo que creo, pero su llegada no me alumbra. Me oprime.

Extraje de la biblioteca una lectura para la noche: la historia natural de Plinio el viejo (viejo como mi padre). Hacia la madrugada abrí el libro décimo que se ocupa de las especies animales, comenzando por la aves. En primer término, habla sobre las aves del día; el águila, la paloma, el pichón. Pasé las hojas automáticamente hasta encontrarme con los voladores nocturnos y con el búho.

bubo funebris est maxime abominatus publicis praecipue auspicis

El búho es un ave funeraria –dice- y es considerada como un terrible presagio. Fue una lectura provechosa, pensé, pues habla del viejo. El último día entendía ya que la visita de mi padre muerto era la antesala de algún evento importante y seguramente triste, como todo lo que desde hace cinco años tiene relación alguna con él. Reservé una última lectura para esa noche y esperé la puesta del sol (que en mi tierra apenas se aprecia porque, como dije, lo único que hay aquí es una luz difusa). Corrijo: esperé el fundido a negros. Una vez adoptada la posición horizontal, abrí el libro. “Diccionario de la lengua castellana. Vulgo de autoridades (1726-1739)”, se lee en la portada. Sobre el ave en cuestión dice algo que yo sabía: “su canto o graznido es triste, y tiene alguna semejanza con el mujido del buey”. Algo más dice, y también lo sabía: de noche el búho vuela buscando el alimento y sus ojos como antorchas cavan un agujero en la oscuridad para descubrir a su presa.


Y sí. Mi padre viene de noche a buscar su alimento. Los hijos somos todos el alimento de nuestros padres. Entiendo que es momento para terminar este cuento, porque se pone aburrido y pretencioso. No basta con sentirse viejo para saber algo de la vida. Si no se escribe sobre la vida, el ejercicio de la escritura no tiene ningún sentido. 

(En fin)

Entendía ya el sentido de tu regreso, papá. En una hoja de papel dibujé tu retrato y cuando terminé perdí toda la fuerza de mi cuerpo y caí profundamente dormido. Éste es el retrato que te hice:
Ahora estoy dormido. Voy a soñar contigo otra vez, pienso. Y en ese lugar y tiempo indefinidos del sueño, todo el universo eres tú. Un búho con los ojos de mi padre.


(Pero lo que antes era una sonrisa amorosa es ahora una mueca horrible).

Mi padre se sienta al lado mío y nos amanece mientras me dicta las notas que debo escribir en las hojas de música.
Me enseña a cantar con la voz de un búho.
Rápidamente se hace de día, pero la luz no entra en mi cuarto. Mirando a través de la puerta veo sólo negrura.
Mi padre se levanta y se pierde en lo profundo de esa noche privada, interrumpida solamente por el brillo terrible de sus ojos.
“Canta”, dice con una voz que es al tiempo suave y exigente.
Al amanecer, la única figura que aparece junto a la puerta es la nuestra, de mi padre y mía, de mi hijo y mía, esperando con paciencia de muerto en el umbral que hay entre el sueño y la vela.
Ya es hora de irme. De irnos.
“Despídete de la mujer” me dice Alejandro el viejo, le digo a Alejandro el joven.

La mujer está todavía en el mundo de los vivos.
Mi padre y yo, mi hijo y yo, estamos en el mundo de los muertos.

Cuando la luz de la mañana entre finalmente por las ventanas, no habrá nadie en el cuarto.

Somos un Búho con el canto muerto y las alas rotas.


(México, 2004).